El abogado cañuelense exponente de los derechos humanos.

Compartir

Por: Cami Corrales.

Gustavo “Pacho” López es un abogado cañuelense, férreo defensor de los derechos humanos, y tiene la trayectoria para demostrarlo. Fue miembro de la Secretaría de Derechos Humanos durante el gobierno de Raúl Alfonsín, colaboradora esencial en el Juicio a las Juntas, y, además, fue representante por América del Sur en una plataforma de juristas que luchaba por la independencia de Timor Oriental, un país de Asia del este, ex colonia de Portugal que se encontraba ocupada por Indonesia.

“Pacho” tuvo siempre un profundo aprecio por leer (aunque comentó entre risas que no puede leer ficción) y por viajar, y aunque sin dudas tiene destreza para la abogacía, está claro que su pasión cae en el territorio de la humanidad. A 40 años del retorno de la democracia, fortalecida por aquel juicio del que López fue parte, CañuelasYa tuvo el agrado de conversar con López acerca de su camino y los valores que lo enriquecen.

¿Cómo empezó tu trayectoria?

Estudié derecho en la Universidad de Buenos Aires y me recibí en marzo de 1985. En octubre del ’84, cuando termina la tarea de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas, se decide crear en el gobierno de Alfonsín la Secretaría de Derechos Humanos como una especie de continuación de esa comisión.

Entonces arrancaste antes de finalizar tu carrera.

Sí, termine trabajando ahí antes de recibirme gracias a mi profesor de Derecho Penal, Tristán García Torres. Yo era alumno ayudante de cátedra, y él me propuso ir a trabajar a un lugar que me era absolutamente desconocido. Fue una experiencia maravillosa, y al poco tiempo pasamos a integrar el equipo que colaboró con la Fiscalía del doctor Strassera de la Cámara Federal. Nos tocaba analizar todos los miles de expedientes que teníamos en nuestro archivo: de personas que habían sido detenidas ilegalmente y pudieron recuperar la libertad, desaparecidos, fallecidos… De hecho, yo me recibí justo el mes de la acusación, cuando la terminamos junto al fiscal Strassera. Digo terminamos porque nosotros colaboramos cotidianamente en distintas tareas. Había abogados con mayor experiencia y más relevancia, y gente más joven entre las cuales me cuadraba yo, pero fue todo un equipo realmente muy interesante. La película “1985” lo refleja en parte, porque, por supuesto, al ser un film de dos horas de duración, no puede de ninguna manera abarcar seis meses de intensísimo trabajo. Fue un momento muy lindo e imborrable, el Juicio a las Juntas fue un hecho que enorgulleció al país porque había que juzgar a un régimen que hace un año había dejado el poder.

¿Recibieron amenazas mientras trabajaban?

Tuvimos momentos muy intensos. Las agencias de inteligencia sabían que había un operativo y que podía haber un golpe militar, y que los primeros que iban a matar eran a nosotros, pues éramos los que tenían los legajos con los desaparecidos. Cada uno de nosotros tenía decidir inmediatamente a que embajada iría cada uno como posibles refugiados políticos. Yo elegí la de Colombia.

¿Hay algo que recuerdes del juicio en particular?

Cuando Strassera hace la acusación y pronuncia la famosa frase “nunca más” después de toda la acusación. Nosotros estábamos en los palcos, éramos unos 40 entre los acusados, los abogados, y el resto de las personas. Nosotros aplaudimos nomás, y Videla se dio vuelta, nos puteo, y se le caía la cancha. De hecho, la sentencia se leyó sin gente.

¿Sentís que la experiencia determinó tu rumbo?

Fue una experiencia formativa, a los valores ya los tenía, pero fue bueno para siempre intentar ser la voz de los que no tienen voz. Hay un tema bellísimo de Peter Gabriel que dice “puedo escuchar el trueno lejano de un millón de almas sin voz”. El que gana siempre cuenta la historia, y a mí me fascina la historia como aficionado, pero es importante tener una vocación chamánica de hacer hablar a los muertos, con aquellos que a veces no ganaron porque no pudieron o no tuvieron la capacidad, y transmitir sus historias. De ninguna manera uno va a pensar que podés cambiar el mundo, pero por lo menos que el mundo no te cambie (risas), y perseverar en el intento hasta el final.

¿Tenías trato con Strassera?

Sí, él era el fiscal federal con su personal de fiscalía a cargo de la acusación. Nosotros éramos un grupo de apoyo, le dábamos una versión más depurada de los expedientes a él y a su gente, y ellos, por supuesto, hacían toda la relación jurídica. Nosotros hemos llegado a trabajar en la casa de él. Tuvimos un trato muy llano, él era muy amable e inteligente en sus análisis doctrinarios.

¿Mantuviste contacto con Moreno Ocampo?

A Luis lo he vuelto a ver a veces, es muy simpático. De hecho, una vez, allá por 2010, me contactó un miembro de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para preguntarme por él, porque se acordaba que habíamos trabajado juntos. Luis venía con nosotros mucho más por cercanías de edades, y también para analizar los expedientes, era más compañero.

¿Cómo fue ver esa foto tuya en la película “1985”?

No me imaginé que aparecía un cuadro inmenso del día que presentamos la acusación. Estaban Strassera, Moreno Ocampo, ¡y yo! (risas). No me acordaba de esa foto. En su momento, salió en todos los diarios al otro día, porque presentamos pilas de carpetas, que eran la acusación. Pero, en ese momento, te veías en el diario, salías en Gente, y no andabas recortándolo. Así que volver a ver esa foto, que hacía 36 años que no veía, y que aparte que la vean tus hijos, que la vea tu familia, tiene cierta entidad.

¿Qué hiciste después del Juicio a las Juntas?

Al finalizar el juicio, la tarea se volvió más rutinaria en la Secretaría de Derechos Humanos. Hicimos algunos trabajos que nos dieron mucho orgullo, porque trabajamos varios ejes por pedido del presidente de la Nación: lugares de internación de personas con discapacidades mentales, mal dicho manicomios, situaciones de cárceles, situaciones de pueblos originarios, trabajadores golondrinas. A mí siempre me interesó muchísimo la cuestión de los pueblos originarios, así que estuve dentro del equipo que trabajó eso. Me tocó trabajar con Formosa y Chaco. Desafortunadamente, siempre recuerdo la respuesta que nos transmitió el secretario del Ministerio del Interior de ese momento. Él nos había dicho que la sociedad argentina en ese momento todavía estaba procesando el Juicio a las Juntas, y que no estaba lista para absorber tamañas lacras, es decir, tamaños debates. Así que, mientras estábamos en el segundo piso del Teatro San Martín compartiendo un almuerzo, ya que la Secretaría no tenía una sede propia, decidimos que, si la sociedad no está preparada para recibir esto, tampoco estaba preparada para seguir conteniendo a la Secretaría de Derecho Humanos.

¿Adónde fuiste después de tu trabajo en la Secretaría?

Nos fuimos yendo todos… uno fue becado por la Universidad Complutense de Madrid, otras dos compañeras abogadas, muy importantes en su tarea, fueron a la fiscalía a trabajar con Strassera. Y a mí, siendo el único del interior en ese pequeño grupo de 10 o 12, me salió una propuesta para ir a trabajar al obispado de Añatuya, en Santiago del Estero. Yo siempre tuve una fuerte vocación viajera: me fui, y era una cosa que parecía un personaje de Macondo, de García Márquez. Creí que iba a trabajar con unos campesinos que cultivaban algodón y que tenían que regularizar su dominio en tierras, y la realidad era muy distinta. No había tales campesinos y no había un proyecto productivo, la desmontadora de algodón estaba parada.

¿Y cómo regresaste a Cañuelas?

Retornando de un viaje que duró dos o tres días desde Los Juríes, llegué en enero del ‘86 a Cañuelas. Yo estaba viviendo en Buenos Aires, y aunque yo soy originario de acá, venía con poca frecuencia. No te imaginás lo que era de donde venía: la avenida Libertad me parecía que era la Quinta Avenida de Nueva York. Me dije a mi mismo, ¿cómo no puedo trabajar yo acá? (risas.) Y bueno, a través de una persona que estaba en el municipio, Javier Menta y después de dos meses de estar hablando con Jorge Domínguez y Néstor Gabrielo, que eran el intendente y Secretario de Cultura, ingresé al municipio como abogado, y esa fue mi regreso a Cañuelas. Fue algo muy bonito, una muy linda experiencia de dos años. Luego me fui a la profesión, y luego… bueno, acá en mi biblioteca, gran parte de los libros trata sobre temas africanos, de movimientos de liberación, de la época de 1810 de Argentina… Sería un poco largo de explicar, pero por obra divina, me contacté con una delegación de una pequeña isla que estaba de gira por Sudamérica: la isla de Timor Oriental, ocupada en el extremo del sudeste asiático, y logré llamar para tener una entrevista con ellos, y me fui con mis archivos de 20 años de papelitos.

¿Cómo fue hablar con los timorenses?

Les maravilló mi seguimiento de la causa de 20 años, del ‘75 al ’95. Me propusieron algo que, para mí, quizás es una de las cosas más increíbles que me pasó en la vida: ser el representante por América del Sur de una plataforma de juristas de todo el mundo que bregaba porque Timor tuviese el derecho a autodeterminarse. Queríamos un referéndum donde Timor pudiera decir “seguiremos ocupados por los indonesios”, o “queremos ser independientes”. Eso me llevó a tres años de una interesante militancia, a viajar a Europa, a viajar por Argentina también, explicando algo tan desconocido como lo era la realidad timorense. Fue muy intenso, con nuestro trabajo durante cuatro años logramos algo realmente maravilloso, el hecho de lograr el referéndum. Lamentablemente, hubo toda una semana de tragedia, con una masacre de los indonesios hacia los timorenses, hasta que entraron tropas de las Naciones Unidas.

¿Hay algo en particular que recuerdes sobre tu experiencia en Timor?

Yo me limité con gran honra siempre a destacar los procesos democráticos que siempre siguieron en Timor, y en 2017 se realizó en Lisboa una especie de reencuentro de amigos, y para nuestra increíble sorpresa, o por lo menos mía, el máximo líder del proceso de independencia timorense, hoy primer ministro, Xanana Gusmão, llegó a cerrar el evento el domingo, y fueron muy emotivas sus palabras. También recuerdo que en el final de una de las escalinatas de la Asamblea de la República de Lisboa, en Portugal, a los 12 miembros del Comité Ejecutivo nos fue entregando un tapiz muy bonito que confeccionan artesanalmente en Timor, que para mí es equivalente prácticamente a un Nobel.

¿Tenes proyectos a los que te estés dedicando?

Aunque me cuesta sentarme a escribir, tengo un montón de cuadernitos donde voy volcando cosas. Siempre se dice que uno escribe para no olvidar, así que empecé a escribir mis recuerdos… ya voy por los ’90, más o menos. También estoy escribiendo sobre la Revolución de los Claveles de Portugal en ’74, donde cae el salazarismo. Yo pienso que le debo la vida, porque a mis 15 años me abstrajo. Me sumergí profundamente el análisis de los procesos de independencia de las colonias portuguesas: Angola, Mozambique, Timor… Además, por suerte siempre he estado conectado al niño que hay en mí, con esa curiosidad. Hace poco escuché algo muy gracioso, que es que cuando uno se pone grande, tenes las mismas ganas de jugar que cuando eras chicos, nada más que los juguetes se ponen más caros. También están los viajes, que siempre tienen un contenido muy profundo e intenso, por más que sea el lugar más sencillo. Hay una palabra árabe, “baraka”, que significa tener un poco de buena estrella. Yo la he tenido mucho viajando, no he sido imprudente generalmente, pero he estado en lugares en los cuales podrían pasar cosas. Este segundo semestre me cautivo la pintura de Fader, pintor impresionista argentino del principio de siglo pasado, porque pinta la naturaleza, la vida de comunidades pequeñas… Me conseguí un pasaje baratísimo y me fui a Mendoza, estuve en la casa que él le pinto a quien luego sería su suegro. Lo que estoy escribiendo sobre él se llama las cuatro estaciones de Fader, a lo Vivaldi.

¿Tenes algo que simbolice tus valores?

Posteo mucho lo que para mí es un emblema sudamericano, el yaguareté. Empecé a viajar por el país por 2002, una vez por año, siguiendo los senderos del jaguar. Para mí, representa lo más profundo de las sociedades americanas, desde México hasta Ushuaia: la resiliencia o resistencia. Aún a punto de ser exterminado, siempre tener la capacidad de tomar fuerza y volver. Me gusta mucho también algo que yo digo muchísimo sobre el yaguareté, que “aunque no lo veamos, está”. Creo que eso simboliza un poco también la idea de ese sueño americano que, no sé si lo veré yo, probablemente no. La idea de vida comunitaria, más esforzada, de un porvenir más brillante. Mi nieta me hizo un dibujo para mi cumpleaños: nosotros dos, con un yaguareté. Poder transmitirle esto a ella me recuerda a una frase muy linda, que la primavera siempre viene después, siempre llega.